domingo, 2 de febrero de 2014

El avaro y el jornalero



El avaro y el jornalero
Antonio García Velasco

Los bancos, avaros donde los haya, están declarando, aclamando, proclamando sus millonarios beneficios, superiores a los años anteriores. El dinero de los bancos parece ignorar su función social, la humana solidaridad (no le pidamos peras al olmo, y menos al olmo viejo, hendido por el rayo de la ambición y en su mitad podrido).

Tales declaraciones, aclamaciones, proclamaciones me han hecho recordar la vieja fábula (de Fábulas de Juan E. Hartzenbusch), titulada El avaro y el jornalero. Nos cuenta la historieta de que “Todo su caudal guardaba / cierto avariento cuitado / en onzas de oro, metidas / en un puchero de barro”. No se sentía seguro el hombre con tanto dinero en casa y “Por tenerlo más seguro, / fue con su puchero al campo: / al pie de un árbol cavó, / y lo enterró con recato”. No es el proceder de los bancos, ciertamente. Muy al contrario, ahora, quienes pueden ahorrar unos eurillos se van al banco y los dejan allí, para que el banco los guarde, les cobre por guardárselos o comercie con ellos para mayor beneficio bancario.

Frente al avaro, “Amaneció al otro día / hambriento y desesperado / un jornalero, sin pan / ni esperanza de ganarlo”. Sin esperanza de ganar el pan de cada día, ¿cuántos tenemos en estos momentos? Y tan desesperados, quizás, como el de la fábula que “Sacudió las faltriqueras, / y hallando en una unos cuartos, / sale, se compra una soga, / y enseguida, como un rayo, / se va al campo a que le quite / los pesares el esparto”. No era la solución, sin duda, aunque la hayan escogido algunos desdichados.

“Trataba de ahorcarse, en fin, / y escogió para ello el árbol / que era del tesoro en onzas / inmóvil depositario”. Para el avaro el pie de aquel árbol fue el presunto entierro de su intranquilidad, para el jornalero sin trabajo, el consuelo sería una rama alta de la que colgar la soga. Pero… “Al afianzar de un rama / bien la soga el pobre diablo, / se le hundió en el hoyo el pie / y halló el puchero enterrado”.

Celebró su suerte con entusiasmo desmedido: “Cogióle, besóle y fuese”. Había cambiado su vida ante el hallazgo inesperado. Mas el avaro no vivía tranquilo  “y corriendo a corto rato / sus preciosas amarillas / vino a visitar el amo. / La tierra encontró movida, / y el hoyo desocupado; / pero de puchero y onzas / no vio ni sombra ni rastro”. ¡Oh, desesperación del avaro arruinado! Un rescate, por favor, un rescate, aunque les cueste bajada de sueldos, bajada de pensiones, recortes indecibles al resto de los mortales del país. Pero no estaba el mundo para rescates y el avaro “Reparó en la soga entonces, /y haciendo a la punta un lazo, / se ahorcó para no vivir / sin sus tesoro adorado”.

La moraleja no se hace esperar y, al contrario que en la vida real. “Así el puchero y la soga / mal o bien se aprovecharon: / él en un hambriento, y ella / en el cuello de un avaro”.

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