José emigrante
Antonio García Velasco
José,
el diplomado en manipulación técnica de la madera, no tenía trabajo. Le acababa
de nacer un hijo y, ante la amenaza del hambre herodiana, decidió emigrar al
extranjero. Su esposa, María, le mostró sus temores:
-Es
un niño demasiado pequeño para tan largo viaje…
-Peor
es la amenaza del hambre herodiana. Son demasiados los niños que están muriendo
de hambre, muchos más los que, por falta de recursos en la familia, sufren
malnutrición. No quiero que nuestro hijo muera de hambruna. Con los pocos
ahorros que tenemos, podremos viajar a Egipto. Este país está viviendo años de
prosperidad… Están pidiendo especialistas como yo… Nos vamos, María, nos vamos.
No me faltará el trabajo y nuestro hijo crecerá alimentado en condiciones.
-Lo
que tú digas, José –se resignó María.
Comenzaron
los preparativos del viaje: las bolsas con la ropa, el hatillo de la criaturita
de tan pocas semanas, un par de zurrones con comida… No les quedaba otra
alternativa que caminar. A ratos podrían ir, sobre todo la mujer con el niño,
montados en la burrilla que tenían en casa. Emprendieron el viaje.
Un
día pasaron por un huerto donde lucían las naranjas más jugosas… José y María
se miraron, sin atreverse a coger una… Apareció el guarda o dueño del naranjal.
-Denos
una naranja, buen hombre, que venimos muertos de sed.
-No
veo –dijo el hombre-. Entre usted mismo y coja las que desee. Naranjas hay de
sobra para mí y para mi familia. Cójalas de las más gordas, que son las más
jugosas.
José
fue a recoger un cesto de naranjas. Mientras tanto, María preguntó al
hortelano:
-¿Qué
le ocurre, buen hombre?
-No
veo bien, apenas los bultos.
-Le
daré un ungüento que llevo por si mi hijo lo necesita. Debe ponérselo de modo
que le entre en los ojos. Mejor, permítame que se lo ponga yo.
María
dejó al niño que llevaba en los brazos reclinado sobre unas pajazas del suelo.
La burra, desde que pararon, se dedicaba a hurgar entra la maleza en busca de
yerbas comestibles. La mujer se acercó al hombre y untó la pomada en sus ojos.
Comenzaron a correr lágrimas por los lacrimales del ciego… Se restregó
intensamente.
-¡Veo!
–gritó al poco. Buena mujer, me has devuelto la vista. Gracias, muchas gracias.
En
esto volvió José con su cesto repleto de naranjas.
-Muchas
gracias, buen hombre –dijo al hortelano, que ya se alejaba corriendo y dando
gritos de alegría.
-¿Qué
le ocurre?
-Le
he puesto el ungüento en los ojos y ha recuperado la visión… Supongo que va a
comunicárselo a su familia.
-Debemos
seguir el viaje –dijo José.
Y
hacia Egipto continuaron. El marido, con su báculo, caminando. La mujer, subida
en la burra, con un bebé en brazos, huyendo
de la hambruna que mata, como Herodes, a los inocentes. La pregunta siempre es
la misma: ¿Mejorarían las condiciones de vida en un país extraño? Se arriesgan
los desempleados a marchar lejos, adentrándose en lo desconocido, en busca de
un incierto trabajo, su único medio de honrada supervivencia. Mientras, los
ricos se refocilan en banquetes y orgías, nadando en una abundancia que no
merecen, en una abundancia que las leyes y los gobiernos protegen frente a
millones de parados. Faltos estamos de ungüentos que nos curen la ceguera. O
acaso, la curan sólo a quienes ya poseen el don de la generosidad, la solidaridad,
el sentido de la justicia. Como el hortelano de este cuento.
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