El estado presente de nuestra
cultura
Antonio García Velasco
Se
me acercó con tiento y casi en un susurro me dijo al oído: “El estado presente
de nuestra cultura, incierto y un tanto enfermizo, con desalientos y
suspicacias de enfermo de aprensión, nos impone la crítica afirmativa,
consistente en hablar de lo que creemos bueno, guardándonos el juicio
desfavorable de los errores, desaciertos y tonterías”.
-¿Por
qué me lo dices? –pregunté como quien se defiende de un ataque inesperado.
¿Acaso no hablo sólo de los libros que me gustan? ¿Acaso no evito las críticas
directas a personas concretas?
-No
te me ofendas –contestó-: “Se ha ejercido tanto la crítica negativa en todos
los órdenes, que por ella quizás hemos llegado a la insana costumbre de
creernos un pueblo de estériles, absolutamente inepto para todo”.
-Si
lo dices porque son muchos los que ponen el grito en cielo a causa de que, en
las últimas elecciones, como en las primeras, los andaluces seguimos votando al
psoelismo, pese a sufrir la mayor tasa de desempleo de España, en general y,
mucho más en los jóvenes; pese a los recortes típicamente andaluces aunque
disfrazados de generales; pese a los bajos niveles educativos respecto al resto
de país, aunque ya éste va a la zaga de muchos otros; pese a no reaccionar
frente a los ERES fraudulentos y otros síntomas de corrupción… ¿Por ello nos
creemos un pueblo de estériles, absolutamente inepto para todo?
-Sólo
te digo que “Tanta crítica pesimista, tan porfiado regateo, y en muchos casos
negación de las cualidades de nuestros contemporáneos, nos han traído a un
estado de temblor y ansiedad continuos; nadie se atreve a dar un paso, por
miedo de caerse”.
-Me
lo dices como si yo fuese el encargado de remediar esta situación. ¿Por qué?
-Te
diré que, ciertamente, “Pensamos demasiado en nuestra debilidad y acabamos por
padecerla; creemos que se nos va la cabeza, que nos duele el corazón y que se
nos vicia la sangre, y de tanto decirlo y pensarlo nos vemos agobiados de
crueles sufrimientos”.
-Advierto,
quizás, que vemos la mota en el ojo ajeno y no vemos la tonelada de estiércol
que nubla el nuestro. Advierto cierta complacencia en referir el mal. Pero de
ahí a lo que me estás diciendo…
-“Para
convencernos –me interrumpió- de que son ilusorios, no sería malo suspender la
crítica negativa, dedicándonos todos, aunque ello parezca extraño, a infundir
ánimos al enfermo, diciéndole: «Tu debilidad no es más que pereza, y tu anemia
proviene del sedentarismo. Levántate y anda, tu naturaleza es fuerte: el miedo
la engaña, sugiriéndole la desconfianza de sí misma, la idea errónea de que
para nada sirves ya, y de que vives muriendo»”.
-¿Me
quieres decir, de una soberana vez, qué pretendes de mí con tal discurso?
-“Convendría
que los censores displicentes se callarán por algún tiempo, dejando que alzasen
la voz los que repartan el oxígeno, la alegría, la admiración, los que alientan
todo esfuerzo útil, toda iniciativa fecunda, toda idea feliz, todo acierto
artístico, o de cualquier orden que sea”.
Se
dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. Me dejó el poso de la intriga,
el malestar de quien se siente acusado, el nublado triste de los incapaces de
comprender.
Pero,
acabo de desentrañar su juego: no es que pretendiese que todos escribiésemos La buena noticia de Manolo Montes. Es
que acababa de leer el prólogo de Benito Pérez Galdós a la novela La Regenta de Clarín; había llamado
tanto su atención la actualidad de sus palabras, que las hizo suyas y las iba
repitiendo como el maestrillo que siempre recita su librillo.
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