La nariz superlativa
Antonio García Velasco
Desde que le practicaron la rinoplastia
se sentía otra mujer. Su cara, en efecto, ganó en equilibrio y
proporcionalidad. Resultaba bella, atractiva. Había pedido traslado en su
trabajo con intención de comenzar una vida nueva, donde nadie la conociera,
pues segura estaba de que sus amigos y compañeros estarían siempre pensando en
el sayón y escriba que tuvo por nariz, en el pez espada muy barbado, en el
reloj de sol mal encarado... No estaba dispuesta a martirizarse con tales
pensamientos, que ya bastante fue aguantar en el colegio, en el trabajo... Tuvo
que sobreponerse cada día para salir a la calle y acudir a las correspondientes
obligaciones laborales o, antes, de estudiante. Tenía que olvidarse tanto de lo
sufrido como de los pensamientos que, pensaba, tendrían todas las personas
conocidas. Hasta de sus mismos padres quería olvidarse, pues la miraron siempre
con pena, desilusión y, acaso, con cierta rabia vergonzosa, como si ellos
tuvieran la culpa de los crueles caprichos que, en ocasiones, parece tener la
Naturaleza.
-Pues otros sufren desgracias y
malformaciones mucho más graves que una nariz de elefante boca arriba.
-No estaré tranquila hasta que un
cirujano plástico me arregle semejante desarreglo.
-Ya quisiéramos nosotros ayudarte, pero
bien sabes que nuestros ingresos no dan para lujos.
Ella pensaba que no era un lujo, sino una
necesidad extrema. Había vivido aguantando su enorme nariz, su desproporcionada
napia, los comentarios y pensamientos que provocaba. Había ahorrado lo
necesario para el inicio de la operación y estaría pagando el préstamo como
quien paga la hipoteca del piso que ha comprado. Arreglaría su cara como quien
arregla el bollo que le hicieron a la carrocería del coche.
"Yo quiero confesar, don Juan,
primero, / que esa bella nariz de nuestra amiga / no tiene de ella más, si bien
se mira / que el haberle costado su dinero", dijo el pedante rememorando
los versos de Bartolomé Leonardo de Argensola e imaginando el nuevo rostro de
la compañera. Y se echó a reír. Pero nada pudo decir a Rosario Delgado: le
concedieron el traslado cuando aún estaba de baja y con la cara vendada.
Desapareció como la luz eléctrica al pulsar el interruptor. Su jefe guardó el
secreto del lugar de su traslado y, poco a poco, se fue borrando su recuerdo
activo, aunque, de cuando en cuando, alguno evocara aquella nariz superlativa.
Más cuando los hijos estudiaban la literatura barroca y se topaban la hipérbole
de Quevedo a una nariz. ¡Cuántas veces ella había tachado indignada aquella
página de los libros de texto! ¡Cuántas veces había temido aparecer por clase y
que sus compañeros le recitaran el celebrado soneto!
En su nuevo destino se sintió liberada.
Alquiló un piso, hizo nuevos amigos, tuvo compañeros que admiraban su rostro
equilibrado y bello... Un día conoció a Eduardo Belmonte. Iba en una procesión
de Semana Santa transportando el pebetero y se acercó a ella, espectadora, atufándola
de incienso, para decirle: "Es usted la mujer más bonita que he visto
nunca contemplando un desfile procesional". Se vieron en otras ocasiones y
terminaron casándose, pese a que, como alguna vez le confesó, celebraba con
devoción la poesía mística y el poema “A una nariz", que recitaba de
memoria en cada una de sus versiones.
Se planteaba ahora si un hijo podría
heredar el naricísimo infinito que ella había padecido y dejado atrás.
-Lo operaré en el primer momento -se dijo
a sí misma sin comentar lo más mínimo con su marido, ajeno al aspecto de ella
antes de la operación y empeñado en la paternidad.
Nació un niño con nariz desproporcionada
y Eduardo pensó en un castigo divino por sus entusiasmos ante el poema de
Quevedo.
El pasado, el presente y el futuro es de cada uno. Pero, cuando puede concernir a personas con las que uno comparte su vida, considero adecuado darnos a conocer cómo éramos, cómo somos y cómo queremos ser. Al menos, en lo esencial. Tenemos derecho a un rincón íntimo, único y secreto. Sin que repercuta en nadie.
ResponderEliminar¿Debió Rosario haber informado Eduardo de su pasado narigudo? ¿Tenía que decírselo ahora al nacer el hijo? ¿Qué parte de nuestro pasado o presente podemos ocultar, o no, a la persona con la que convivimos?
ResponderEliminarEn este asunto aplico la misma regla que al bien y al mal. Entre ambos puede haber unas fronteras difusas pero otras son nítidas. Creo que cuando vivimos en pareja, las personas tenemos un sentido que nos dicta lo que, más que ocultar, debemos reservar y, obviamente, comprender lo que el otro debe reservarse, y también aquello que daña a ambos si no ve la luz.
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