miércoles, 7 de marzo de 2018

56 Sueños


Sueños

Antonio García Velasco



Se quería comprar un barco de cincuenta metros de eslora, por lo menos. Pintaría el casco de color morado y le pondría un nombre con letras doradas: "Isabella". Iría allende las islas y volvería con las bodegas cargadas de farro, el cereal que mejor toleraba su bella enamorada. El mecanismo de su gametogénesis se ponía en funcionamiento a toda máquina y, tanto ardor amatorio le producía, que había de acudir necesariamente al burdel en busca de desahogo y alivio.

-¡Isabella, oh, mi Isabella! ¿Hasta cuándo me harás esperar, amada mía?

Iba a visitar a Isabella cuando su oficio de pescador se lo permitía. Hacían planes para contraer matrimonio y soñaban. Él le proponía relaciones más íntimas y ella se negaba por sus arraigados principios religiosos y sus profundos temores a que sus padres se enteraran. Seguían viéndose en casa de ella, siempre en presencia de su madre o hermana. A veces, paseaban, también acompañados de alguna pariente. En ocasiones iban juntos a la misa de los domingos y rozaban sus dedos para ofrecerse agua bendita. Si alguna vez se besaban, él saltaba de felicidad y soñaba con un jardín de flores y besos. Sus pasiones eran ahogadas en las carnes mercenarias de las mujeres del prostíbulo.

-¡Isabella, oh, mi Isabella! ¿Hasta cuándo me harás esperar, amada mía?



-Mis padres dicen que tú eres un chichirivaina y proponen casarme con Bergamín el carnicero, hombre serio y formal, con un seguro porvenir pues cada día tiene más clientela su carnicería. Afirman también que tú eres un putañero que no me mereces.

-Salgo todos los días a pescar soñando contigo, tratando de ahorrar para que nos casemos... ¡Y tus padres me vienen con esas! ¿Y qué es lo que dices tú?

-Te quiero, Santiago, pero tú no te decides a pedir mi mano. A Bergamín no le importa que haya tenido novio. Me conoce y está seguro de que guardo mi flor para el matrimonio.

-Mira, que listo el carnicerito.

Aquella noche fingió que se iba, pero no se marchó de la casa de ella, faltando a su cita diaria con la barca de pesca. Subrepticiamente, sin que nadie se diese cuenta, se escondió bajo la cama de la Isabella. Aguardó a que el sueño calmase los sentidos de los habitantes de la vivienda, cerró el pestillo de la puerta de la habitación y se introdujo bajo las sábanas de su amada. Cuando esta vino a darse cuenta, el ardor de Santiago había arrebatado violentamente la virtud virginal de la doncella. Una mano férrea le apretaba la boca para que no gritase, a la vez que le musitaba tiernas palabras de amante enamorado... El dolor intenso de un principio se fue transformando en placentera excitación. Una mancha de sangre en las sábanas marcó el testimonio de lo ocurrido. Santiago le juró amor eterno. Isabella, en el mar de la confusión, entre el infierno y la gloria, no acertaba a explicarse lo ocurrido.

-Júrame que me quieres, Santiago. Júrame que lo has hecho por amor. Te lo ruego.

-Juro que te quiero y sólo el amor me ha llevado a lo que he hecho.

-¡Isabella, te pasa algo, Isabella! -aporreaba la madre la puerta de la alcoba.

-No, mamá, nada me pasa.

-La puerta está cerrada, ¿por qué?

-La cerré sin darme cuenta. Te abro -dijo mientras aleaba a Santiago a esconderse bajo la cama.

Entró la madre en el cuarto y no pudo menos que fijarse en la mancha roja de la cama.

-¡Las reglas! Me han sorprendido las reglas, mamá.

-Ve a lavarte mientras te pongo una muda limpia.

-No es preciso, mamá, ya lo hago yo. Acuéstate y descansa. Ya me las arreglo yo. No te preocupes, mamá.

Se retiró la madre a su dormitorio sin más averiguaciones, segura de la virtud de su hija.

Santiago abandonó su escondrijo y, a oscuras, fue conducido por Isabella hasta la puerta de la calle.

-¿Qué es eso? -preguntó la madre desde la cama al escuchar el ligero portazo.

-Soy yo, mamá, voy al cuarto de baño y he tropezado. No te preocupes. Estoy bien.

"No se llevará Bergamín el carnicerito lo que he soñado tanto tiempo. No se lo llevará", se fue diciendo Santiago. "Y, ahora, que la casen si quieren".



Nunca tuvo Santiago un barco de cincuenta metros de eslora, ni navegó en busca de farro para complacer a su amada, ni salió de pobre pescador. A Isabella la casaron con el carnicero, pero nunca dejó de pensar en la noche de bodas que vivió junto a su primer amor.





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