El
pretendiente de mi abuela
Antonio García Velasco
Me gustaba sentarme junto a mi abuela y
que me contara cosas de su vida. Ella parecía conocerme bien y bastaba
el gesto de ponerme a su vera para que comenzara a evocar su pasado.
Comenzó aquel día:
-Teníamos en casa una escoba de tamujo
para barrer la calle. Que no había puerta de casa más limpia que la nuestra. Ya
mi madre se encargaba de que fuese la más blanca y con el suelo más rebarrido
de todos. ¡Buena era mi madre para que le echaran la pata las vecinas!
Barriendo estaba la puerta de la calle... Era yo una zagaleja que ni pensaba
todavía en novios, ni pretendientes, ni nada que se le parezca. Acertó a pasar
en aquel momento, Agustín, el hijo de Maruja la del Reino... Bueno, qué sabrás
tú, quien era Agustín, ni Maruja ni por qué le decían la del Reino. Un mozo que
estaba ya tallado para irse a la mili.
-¿Tallado para irse a la mili, abuela?
-Eran otros tiempos, Inma. Los hombres,
al cumplir cierta edad, los veinte o veintiuno, tenían que hacer el servicio
militar. Durante un largo periodo tenían que ser soldados para la defensa de la Patria en caso
de guerra. Ya eso lo quitaron. Hoy en día, el ejército está formado por
profesionales, o sea, por mercenarios que reciben una paga. A lo que iba, que
Agustín me dice: "Zagala, me han dicho que te llamas Rosario, Rosa, pues
una rosa pareces de bonita y de hacendosa... Si tú quisieras, mocita, te iba a
subir a un trono para tratarte como la reina que eres". Me dio por una
risa de rubor, pues asociaba lo del trono al mote de la madre. y, a la vez, me
sentí halagada. Me metí en la casa sin decir ni media.
"¿Ya has terminado, Rosa?", me
gritó mi madre. "Es imposible que hayas barrido bien". "No,
mamá, no he terminado, pero he venido a beber agua", se me ocurrió en el
charco del azoramiento. Salí de nuevo a barrer cuando Agustín se hubo alejado
de la puerta. "No corras, muchacha -me dijo al día siguiente cuando estaba
yo en la misma faena, que ya te he dicho que mi madre era muy bien hecha-. Solo
quiero reconocer lo hacendosa y bien plantá
que eres. Como una reina, ya te digo". Y dale con la "reina", a
lo mejor por eso, o algo parecido, llamaban a su madre de aquella manera...
"Gracias", dije y, al punto, pensé que nada tenía que haber respondido,
que mi madre me tenía advertida sobre los hombres y los mozos: "Que gastes
cuidado, que no les hagas caso, que tienen todos muy malas intenciones y, a la
primera, te la dan con queso".
Me reía con aquella forma de hablar de mi
abuela. Su habla y sus historias me atraían más que la tele o la pantalla del
móvil. Algunas amigas y amigos me preguntaban que por qué en determinados
momentos no respondía a los mensajes ni a las llamadas.
-Estoy con mi abuela.
-¿Cuidándola? ¿Es que está enferma?
-¡Ca! Más sana que tú y que yo está. Me
gusta que me cuente historias de su vida.
-Estás loca, Inma. ¿Te gustan ahora las
cosas de viejos?
Pues sí, me gustan las historias de mi
abuela, las palabras de mi abuela, el cariño que le tengo y ella me tiene.
-¿Qué ocurrió, abuela, con el Agustín
ese?
-¡Ay, mi niña! No faltaba día que me
pusiera a barrer con aquella escoba de tamujo que no apareciese él para
llamarme reina. Un día asomó con un puñado de ramas mimbreñas y me las dio:
"Toma, zagala, para que te hagas una nueva escoba, que esa está muy
gustada ya". No supe si cogerlo o despreciarle el regalo, pues,
ciertamente, el tamujo de mi escoba estaba bastante deteriorado. "Aunque
una reina no debe barrer". "Déjate de sandeces", dije. Cuando
apareció mi madre: "Aquí, que le traigo un ramo para la escoba".
"Gracias, dijo tu bisabuela, ya tenemos tamujo de sobra en el patio, que mi
marido lo trajo ayer del campo". Me metió para dentro de la casa y se
quedó el pobre Agustín con sus frustradas regalías. Lo peor fue la bronca que
recibí: que no tenía que darles palique a los mozos, ni a los niñatos, que qué
me había creído, que era demasiado joven para ennoviarme, que... Durante los
siguientes días, ella misma barrió la puerta de casa y no me dejó a mí aquella
faena.
Al cabo de los meses, me enteré por las
vecinas de que Agustín se había ido para el servicio militar. Cuando pasado el
tiempo vino de permiso, ya ni siquiera se acordaba de mí. Un anochecer lo vi
cruzar con otros mozos hacia el campo, acompañando a Lolita, la mujer de más
mala fama del pueblo: las mujeres recelaban todas de que sus maridos pudieran
juntarse con ella. Ya tú me entiendes.
Entendí, sí, que la tal Lolita era una
prostituta, una mujer fácil que se daba a los hombres por dinero.
Lolita, la pobre, continuó mi abuela fue
encontrada muerta en los establos del señorito José María Casas. Aquella misma
noche cogió Agustín el tren para su vuelta al cuartel donde hacía la mili y fue
acusado del crimen.
-¡Qué horror, abuela! ¿Y fue él?
-De violento y pendenciero había echado
fama... Nunca se sabe. Pero no se pudo probar que fuera inocente, algunos
indicios lo apuntaban como culpable. El señorito Casas se buscó buenos abogados
y Agustín sufrió el enjuiciamiento de modo irremediable. Su madre quedó
destrozada por la pena.
-Perdió su Reino -no resistí la tentación
de bromear.
-Su Reino y el gusto de vivir. Era ya
viuda, Agustín su único hijo... Ya te
puedes imaginar el dolor de una madre en tales circunstancias.
Los favorecidos por bienes terrenales pueden probar su inocencia y los desfavorecidos, en absoluto. Algo falla, ¿no?
ResponderEliminarLos prejuicios sociales hacen huir de ciertos estereotipos a un lugar seguro en vez de arrostrarlos. Algo falla, ¿no?
Educamos a quienes más queremos en la obligación de moverse por su vida desde nuestra visión de ella, por preservar tapamos a través de suscitarles dudas la panorámica de la voluntad en la que mejor se van desenvolviendo. Algo falla, ¿no?
Y ese algo está en nosotros. O,¿nada de nada? ¿"la vida sigue igual"?
Me alegra que el relato te lleve a tales reflexiones. Gracias por tu comentario.
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