El desconcertado
Antonio García Velasco
Dije
conmovido, afectuoso, complacido, acariciándola:
-Mi
princesa, mi reina...
Y
no acabé la frase pues, dando un respingo, me cortó:
-No
soy monárquica, amigo. Y si pensabas que iba a aceptar tu empalagoso
romanticismo, tienes un concepto demasiado anticuado para los tiempos en los
que estamos. Hemos fornicado, sí, (evito la palabra popular mucho más expresiva),
pero eso no te da derecho a decirme terneces supuestamente halagadoras. Dime,
simplemente que te ha gustado, que podemos repetir cuando coincidamos de nuevo
en el apetito carnal. Nada de memeces...
Apunté
con voz apenas perceptible:
-Si
le quitamos al mundo la poesía...
Me interrumpió con rotundidad:
-Te digo que eres un romántico sin solución.
¿Decirme princesa o reina es poético? -y comenzó a recitar en falsete: "La
princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de
su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color. / La
princesa está pálida en su silla de oro, / está mudo el teclado de su clave
sonoro, / y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor". ¿No te evoca la
cursilería esta escena, este poema? Podemos ser amigos sin necesidad de
empalagos.
Durante el rato que aún permanecimos juntos,
traté de disolver el mal sabor del reproche recibido a mi romanticismo y a mi
deseo de ser tierno con ella. No lo conseguí totalmente. Cuando se marchó aún
me dolían sus reconvenciones: nunca había conocido a una mujer tan pragmática
y, diría, tan borde. Físicamente me atraía, pero aquella nueva faceta que me
descubrió me resultaba insufrible. ¿Qué haré, pues, cuando volvamos a quedar?
"Me gustaría verte", me dijo en un
WhatsApp. Quedamos en la puerta de una discoteca. "No me gusta el reguetón
y aquí sólo saben poner esa populachería insultante". Me conmovió el
comentario y alabé su buen gusto. La llevé a bailar, cenar y holgar al salón de
baile, restaurante y habitación del mejor hotel de la ciudad.
Cuando
me desperté por la mañana, ella se había marchado y pagado la cuenta.
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