La sacerdotisa anglicana
Antonio García Velasco
Me regaló aquel ramo de nelumbios con
tanto amor que me vi impulsada a arrojarme a sus brazos. De sus brazos, a los
besos, a la pasión, al lecho de plumas del desahogo. Y la placentera batalla.
Fue el inicio de una singular aventura
amorosa. Al intimar le confesé mis deseos de ser sacerdotisa. En el
anglicanismo que practico, hoy en día, se cuenta con más sacerdotisas que
sacerdotes. Siempre me conmovió la vocación religiosa.
-Te quiero -dijo-. No me gustaría que
renunciaras a mí.
-Puedo ser sacerdotisa y estar casada.
Nuestra religión lo permite.
Se puso serio, mohíno, huraño.
-¡Yo soy ateo! -explotó al fin.
-Siempre que respetes mi dedicación...
Estábamos comiendo en un restaurante,
arrugó con malhumor la servilleta y la arrojó contra la mesa.
-Me parece que no funcionaría -comentó
levantándose para marcharse sin más.
Tuvo la deferencia de pagar la cuenta
antes de salir del restaurante.
Pensé que, obviamente, quería ponerme a
prueba. Acaso Dios permitía tal situación conflictiva para tentar la firmeza de
mi vocación. O, por castigar mis relaciones extramatrimoniales. No tenía que
renunciar a él para ordenarme. Pero se había marchado y no respondía a mis
llamadas: "¡Oh, Dios, ayúdame a recuperarlo, a convertirlo, a que no se
oponga a mi consagración a Ti!"
Estaba convencida de que podría
compaginar el amor a él, a los hijos que pudieran venir y el sacerdocio. ¿Por
qué se oponía a mis deseos? Tal vez no sea amor la falta de respeto a la
vocación de la pareja. Tal vez no me quiera como lo quiero yo. "Mi ateo,
mi amor... ¡Dios mío, Dios mío!"
No tuve noticias suyas hasta bien pasados
los años. Me ordenaron, me consagré al altar. Compaginaba mi trabajo a tiempo
parcial con los servicios religiosos... Una mañana lo vi cuando oficiaba un
funeral: se trataba de su madre, por supuesto, creyente. Con nerviosismo y
conmovida, proseguí el ceremonial. No podía dejar de mirarlo. Las coronas de
lotos, o sea, de nelumbios, su flor preferida, adornaban el féretro.
Para mi sorpresa, se levantó y se
aproximaba a comulgar. ¿Me había mentido al decirme que era ateo? ¿Lo hacía
sacrílegamente por guardar las apariencias ante sus familiares? ¿Qué lo impulsó
a marcharse del restaurante y a alejarse de mí? Fiel es el amor de Dios. La
mano me temblaba ante la idea de acercarle la sagrada forma. Tenía sus ojos
prendidos en los míos. También él me había reconocido, sin duda, pese a los
ornamentos sacerdotales.
Se volvió antes de comulgar y abandonó el
templo aun con su madre de cuerpo presente.
¿Se puede ser fiel a unas ideas renunciando al objetivo de la felicidad compartida?
ResponderEliminarIntrigante todo. El loto, la palabra "nelumbio" o "nelumbo", el amado, la narradora...
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