Primer capítulo de EL PUEBLO DE LOS MISTERIOS
En cuanto aparqué el
coche en la plaza del pueblo, se me acercó una joven de expresión extraña y
acogedora, vestida de manera muy sencilla con falda amplia y blusa, con pelo
recogido en simple cola de caballo, de ojos grandes, negros, profundos,
hermosos:
–La señora a la que
usted busca salió del pueblo hace dos días. Y no ha regresado aún.
Fue mi sorpresa como
la de quien se cae de una escalera sin haberse subido a ella.
–¿Quién eres? ¿Cómo
sabes a quien he venido a buscar?
Porque, ciertamente,
venía con la intención de ver a Carmela Bravo. A tratar de encontrarla, pues
nuestras relaciones habían quedado truncadas por mi culpa Tras un breve y
eterno tiempo de soledad y silencio, de abandono y dudas, de preguntas e
indagaciones, me había dado cuenta de que las sospechas que me despertaron los
celos y recelos eran infundadas y de que, por otra parte, ella tenía derecho a
investigar aquello que le atrajera por disparatado que pudiera parecernos al
resto de los mortales. Se había venido a este pueblo apartado y medio
abandonado porque, según sus notas, dadas sus condiciones geofísicas y
electromagnéticas, podrían existir evidencias de visitas de seres de otros
planetas. Yo estaba persuadido de que el contacto de Carmela con aquella Sociedad
Internacional de Ufología u ovnilogía no podía conducirla a nada bueno, a la
locura, tal vez. Sobre todo, no me gustaban sus visitas frecuentes a Vicente
Díaz, el presidente de esta sociedad. Me partía en dos dolidas y desgarrantes
mitades el entusiasmo con el que hablaba de los conocimientos de este individuo,
de su sabiduría, de su preparación, del convencimiento con el que defendía la
existencia de ovnis y visitas de extraterrestres. No, en absoluto, me hacía
gracia que, tras sus ausencias de horas, me viniera con aquella euforia
comentando lo aprendido del tal Vicente. Ni una enamorada quinceañera hablaría
con tanto arrebato de su amor exaltado. No podía aguantarlo, no podía sufrirlo,
de veras, que fue superior a mi voluntad. Las discusiones se sucedían y ella,
cansada de mis impertinencias, decidió abandonarme. Algunas de sus notas
olvidadas en los cajones de su mesa de estudio me revelaron el lugar, este
pueblo, en el que podría estar.
–Yo lo sé todo –dijo
la joven, sin aparente presunción, con una naturalidad incomprensible para mí.
–Tendrá que alojarse
en mi casa –añadió.
–Tengo habitación
reservada en la fonda –respondí dirigiendo la mirada hacia el edificio cercano
al aparcamiento de mi coche.
–No le será posible
ocupar esa habitación.
Porque, apenas había
terminado la frase, cuando un pavoroso estallido nos hizo volver la cara hacia el
establecimiento de hospedaje. El estruendo de un impacto nos conmocionó, como,
supongo, a todos los habitantes del pueblo. El techo del edificio había sido
perforado por una especie de proyectil venido del cielo. No causó daños
personales, pero, según pude averiguar, la habitación que reservaban para mí
quedó destrozada, junto a otras: la llamada Fonda Lora resultó inhabitable por
lo que la familia que la regentaba y los huéspedes del momento tuvieron que ser
realojados en casas de vecinos voluntarios.
–Lo dije: tiene que
venirse a mi casa.
La miré extrañado.
¿Quién era? ¿Qué pretendía? ¿Por qué ese interés en que me hospedara en su
casa? ¿Cómo había adivinado el destrozo de la fonda? ¿Lo habría provocado ella?
Y si era así, ¿qué poderes la asistían?
–¿Sabías lo que iba a
ocurrir?
–Yo lo sé todo –repitió
con la misma firmeza de antes– ¡Vamos! –ordenó haciendo ademán de subirse al
coche.
Accioné la llave para
abrir las puertas y, aun antes de que yo hiciera lo propio, se instaló en el
asiento del copiloto.
Cuando hube arrancado
dijo:
–La primera bocacalle,
a la izquierda. Después a la izquierda nuevamente. Y baje hasta el final. La
casa que sigue a la última de la acera derecha es la mía.
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