El puñal sobre el filo de la mesa
Antonio García Velasco
Era uno más de los alcanzados que, según
me explicó, significaba que estaba empeñado, endeudado, falto de recursos,
necesitado. Un afilado puñal refulgía sobre el pico de la mesa.
-No estarás pensando en hacer una
tontería, ¿verdad? -pregunté mirando el arma.
Dirigió la mirada hacia la corta daga.
Después fijó en mí sus intensos ojos. Sonrió.
-Es lo último que debe pasarte por la
cabeza. Mientras hay vida, hay esperanza. Ya sabes que puedes contar conmigo para
todo y disponer de cuanto poseo. Si atentas contra ti...
-No te preocupes -me interrumpió-. Puedes
marcharte tranquilo, absolutamente tranquilo.
-¿Lo prometes?
-Y lo juro.
Me retiré con la imagen del afilado puñal
refulgiendo sobre la esquina de la mesa del salón.
El sobreentendido de aquel "y lo
juro" se me revelaba ahora como totalmente ambiguo. Me preocupó la
ambigüedad. ¿Qué había jurado o prometido? ¿Que podía irme tranquilo?
¿Tranquilo por qué? ¿Significaban aquellas palabras que no se iba a quitar la
vida? ¿Solamente que me fuese tranquilo pasara lo que pasara?
No lo veía desesperado. Pero es que
siempre aparentó tranquilidad, incluso en los momentos de más desdicha. Me
consta que su amargura era ilimitada, pues había llegado a la ruina total... No
podía alejarme tranquilo y volví alocado.
El puñal permanecía impoluto sobre la
mesa. Pero Ernesto Mancillo había desaparecido. Lo busqué por todas las
habitaciones. Registro minucioso. Ni rastro. ¡Qué mixtura de sensaciones en mi
ánimo! Era más que un buen amigo para mí y lamentaría sus lesiones, sus
heridas, su muerte. Llamé a Patricia Cáliz, a la que, en ocasiones, se refería
como a su novia. No me cogió el teléfono. Corrí hacia su casa en la confianza
presuntuosa de encontrarla. Vana ilusión, me dije, si no descuelga o pulsa el
verde del móvil... ¿Y si está con él? Ese es mi consuelo y, a la vez, la fuente
de mi desdicha.
Llamé a la puerta con timbrazo prolongado
y apurado. La casa me sonaba a vacía. Pero...
-¿Quién es? -respondió una voz que acaba de
romper el cascarón de un éxtasis o sueño.
-Soy Jacinto, Patricia. Abre.
Me abrió abrochándose la bata que cubría
su desnudez.
-No sé dónde está Ernesto... ¿Conoces tú su
paradero?
Sonrió.
-Está en la ruina, sí. Pero me ama. Y lo
amo. El amor es siempre una tabla de salvación, un clavo al que agarrarse para
no caer...
Apareció el presuntamente desaparecido,
cubriéndose con un batín y calzado con zapatillas caseras.
-Ya te dije que marcharas tranquilo.
-Siento mucho haberos interrumpido -dije con
voz ahogada por una desgarradora mezcla de sentimientos. Me di media vuelta
para abandonar el apartamento.
Regresé a la casa de Ernesto. Sólo en el cuchillo, encontraría el
consuelo a mi desdicha.