El
hastial de la caída
Antonio García Velasco
Resbaló por la vertiente izquierda del
hastial, según contemplamos la fachada desde la calle. Sufrió el apagón de
todas las antorchas de sus planes futuros inmediatos: dos piernas rotas, un
brazo partido y un golpe contundente en la cabeza contra una piedra
sobresaliente del suelo. Hospitalizado tendría que pasar varias semanas.
Recordaba los versos de César Vallejo que
su profesor de literatura ponía como ejemplo de "ruptura del
sistema": "Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza".
Él no era albañil propiamente dicho, aunque había subido al tejado a arreglar
unas tejas. Él no había muerto, por fortuna. Él almorzaría a las horas convenidas,
aunque fuese en el hospital. Había tenido suerte. Quien no se consuela es
porque no quiere.
Su expareja, Ernestina Huesa, se acercó a
visitarlo al hospital. La visita le dejó una extraña sensación: aquella sonrisa
forzada, aquellos comentarios irónicos sobre su listeza, que si se había creído
capaz de hacer cualquier cosa, que si...
-¿Te ensañas conmigo, Ernestina? ¿Te
mofas de lo que me ha ocurrido? ¿A qué has venido a verme?
-Quien tuvo, retuvo -fue la respuesta de
ella.
-Entre tantos insultos despreciables y
menosprecios insultantes, me llamaste buey, o sea, macho vacuno castrado...
Bien sabías que no era mi condición.
-Nuestras relaciones eran ya
insoportables. Por suerte no tuvimos hijos. Y ahora te caes del tejado de la
casa que te quedaste tú. Hiciste lo imposible por arrebatármela, a sabiendas de
lo mucho que me gustaba.
-Me correspondía en justicia.
-Tu caída es un castigo.
-Mi porrazo ha sido un accidente. No
vengas a sacarme de mis casillas, que de mis escayolas no puedo salir.
-Siempre serás un cabrón, Jaime Alfonso.
-No me hagas decir lo zorra que has sido
tú. ¿No fuiste tú la que comenzó cortando el queso de la infidelidad?
-Eras un malísimo amante, Jaime.
-No me hagas reír, Frigiliana. Siempre te
mostraste fría, indiferente, apagada como un rescoldo de cenizas aguadas, como
una muñeca hinchable.
-Me saca de quicio tu palabrería. Igual
que siempre.
-¿A qué has venido, entonces? Bien
tranquilo estaba en este calvario de piernas inmóviles y brazo entablillado.
-¿No es una obra de caridad visitar a los
enfermos? -preguntó con sarcasmo manifiesto.
-¿Y qué clase de obra es venir a mofarse,
a ensañarse con la desgracia, a echar alcohol en las heridas que todavía no han
cicatrizado? Eres un ejemplo vivo de perversidad, Ernestina Huesa.
-Y tú eres... -interrumpió la enfermera
anunciando que las visitas tenían que salir al pasillo: iban a lavar al
enfermo, arreglarle la cama e inyectarle heparina que evitara la coagulación
que le podría causar la inmovilidad.
Ernestina Huesa no volvió a la habitación
y Jaime se quedó con la incógnita de lo que ella iba a decir. Procuró olvidar
la visita y pensar que sólo diría algo que nada nuevo iba añadir a tanto como
se dijeron en el proceso de la separación.
Después de salir del hospital, vendió la
casa y se fue a vivir a un bloque de pisos.