lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad 2013



José emigrante
Antonio García Velasco

José, el diplomado en manipulación técnica de la madera, no tenía trabajo. Le acababa de nacer un hijo y, ante la amenaza del hambre herodiana, decidió emigrar al extranjero. Su esposa, María, le mostró sus temores:

-Es un niño demasiado pequeño para tan largo viaje…

-Peor es la amenaza del hambre herodiana. Son demasiados los niños que están muriendo de hambre, muchos más los que, por falta de recursos en la familia, sufren malnutrición. No quiero que nuestro hijo muera de hambruna. Con los pocos ahorros que tenemos, podremos viajar a Egipto. Este país está viviendo años de prosperidad… Están pidiendo especialistas como yo… Nos vamos, María, nos vamos. No me faltará el trabajo y nuestro hijo crecerá alimentado en condiciones.

-Lo que tú digas, José –se resignó María.

Comenzaron los preparativos del viaje: las bolsas con la ropa, el hatillo de la criaturita de tan pocas semanas, un par de zurrones con comida… No les quedaba otra alternativa que caminar. A ratos podrían ir, sobre todo la mujer con el niño, montados en la burrilla que tenían en casa. Emprendieron el viaje.

Un día pasaron por un huerto donde lucían las naranjas más jugosas… José y María se miraron, sin atreverse a coger una… Apareció el guarda o dueño del naranjal.

-Denos una naranja, buen hombre, que venimos muertos de sed.

-No veo –dijo el hombre-. Entre usted mismo y coja las que desee. Naranjas hay de sobra para mí y para mi familia. Cójalas de las más gordas, que son las más jugosas.

José fue a recoger un cesto de naranjas. Mientras tanto, María preguntó al hortelano:

-¿Qué le ocurre, buen hombre?

-No veo bien, apenas los bultos.

-Le daré un ungüento que llevo por si mi hijo lo necesita. Debe ponérselo de modo que le entre en los ojos. Mejor, permítame que se lo ponga yo.

María dejó al niño que llevaba en los brazos reclinado sobre unas pajazas del suelo. La burra, desde que pararon, se dedicaba a hurgar entra la maleza en busca de yerbas comestibles. La mujer se acercó al hombre y untó la pomada en sus ojos. Comenzaron a correr lágrimas por los lacrimales del ciego… Se restregó intensamente.

-¡Veo! –gritó al poco. Buena mujer, me has devuelto la vista. Gracias, muchas gracias.

En esto volvió José con su cesto repleto de naranjas.

-Muchas gracias, buen hombre –dijo al hortelano, que ya se alejaba corriendo y dando gritos de alegría.

-¿Qué le ocurre?

-Le he puesto el ungüento en los ojos y ha recuperado la visión… Supongo que va a comunicárselo a su familia.

-Debemos seguir el viaje –dijo José.

Y hacia Egipto continuaron. El marido, con su báculo, caminando. La mujer, subida en la burra,  con un bebé en brazos, huyendo de la hambruna que mata, como Herodes, a los inocentes. La pregunta siempre es la misma: ¿Mejorarían las condiciones de vida en un país extraño? Se arriesgan los desempleados a marchar lejos, adentrándose en lo desconocido, en busca de un incierto trabajo, su único medio de honrada supervivencia. Mientras, los ricos se refocilan en banquetes y orgías, nadando en una abundancia que no merecen, en una abundancia que las leyes y los gobiernos protegen frente a millones de parados. Faltos estamos de ungüentos que nos curen la ceguera. O acaso, la curan sólo a quienes ya poseen el don de la generosidad, la solidaridad, el sentido de la justicia. Como el hortelano de este cuento.

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