El origen de las secuoyas
Antonio García
Velasco
El viejo
dinosaurio cuidaba con esmero las plantas de su jardín. Sus árboles
desarrollaban troncos voluminosos de ocho metros y alturas superiores a los
cien. Aquel jardín suntuoso y boscoso era motivo de admiración radiosa y de
soterradas envidias.
Ciertas criaturas
indeseables trataron de arrancar algunos de aquellos árboles para
trasplantarlos en sus terrenos. Dejaron hoyos inmensos y del mismo tamaño los
excavaron, pero, al sembrarlos en la nueva ubicación, se volvieron mustios y
carentes de impulsos vitales.
Trataron otros de que el viejo dinosaurio les vendiese parte de sus plantas o sus semillas. Pero él contestaba siempre que no tenía en venta su jardín.
Otros persuadieron
al viejo dinosaurio con halagos y argumentos adecuados para que les transmitiera sus conocimientos.
—No puedes morirte
sin enseñarnos a cultivar esas plantas —le dijeron.
El viejo
comprendió que no viviría tanto como pronosticaba para sus gigantescos árboles.
Optó por enseñar sus secretos a quienes decidieran ser sus discípulos.
Las enseñanzas del
maestro dieron su fruto, pero, inesperadamente, se escuchó una terrible
explosión en todo el planeta. Una densa niebla asfixiante y opresiva ahogó a
los seres vivos de más volumen.
Posteriormente,
otros seres poblaron la Tierra y los humanos, muchos años después, llamaron
secuoyas a aquellos árboles gigantescos que perduraron y se conservaron hasta
nuestros días.