Un cuento de Navidad
Antonio García Velasco
Desde su perspectiva de hombre enamorado, ella era la mujer más hermosa del mundo. Sin embargo, desde el punto de vista de otro cualquiera, ella era… hermosa en extremo, posiblemente más que otra mujer del mundo. Estaba convencido de que ella lo amaba y, por tanto, su único temor era pensar que Dios pudiera elegirla para madre de su segundo hijo. Si bajara el arcángel a hacerle la anunciación de que concebiría por obra y gracia del Espíritu Santo, él se revelaría hasta el punto de renunciar a su fe y proclamar a los cuatro vientos la injusticia divina. No tenía madera de santo José y, ni por Dios, estaba dispuesto a renunciar a su amada, bella entre las bellas, hermosa como ninguna.
Cuando escuchaba hablar del hambre en el mundo, de la crisis económica afectando sólo a los que menos poseen, de las desigualdades entre ricos y pobres, de la corrupción y la miseria, de la maldad reinante, de la degeneración humana, de la indiferencia de los poderosos ante las enfermedades graves pero curables, de las flagrantes injusticias… cuando, en fin, oía afirmar que es la hora de una segunda venida del Mesías, se ponía a temblar, seguro de que Dios escogería para encarnar a su hijo a la mujer más hermosa de la tierra, y esa era ella, su amada. Y como la quería por encima de todas las cosas, terrestres o celestiales, chabacanas o sublimes, no estaba dispuesto a renunciar a su amor. No se resignaría como San José, pobre hombre, impresionado porque su desposada había sido elegida por la Divinidad como madre del Redentor. Por buenazo, aceptó complacido, protegió a María contra las habladurías y fue como un padre terrenal para el hijo de Dios. Él no estaba dispuesto a semejante sacrificio. Incluso, a veces, siendo partidario de la vida y respetuoso con los no nacidos, hasta se daba en pensar que, si a Dios se le ocurría engendrar en su amada, por muy divino y redentor que fuese el engendro, aprovecharía la ley Aído y la llevaría a una clínica pública o privada. Que lo supiera Dios que con él no se jugaba así como así.
En otros momentos, temía el enfrentamiento con el Todopoderoso, ya que se consideraba un pobre mortal, sin más oficio ni beneficio que su carrera universitaria y un trabajo mal remunerado de técnico en telecomunicaciones. Eran momentos de abatimiento y celos que desaparecían al verla a ella, radiante como una diosa, perfecta como un amanecer, sublime como la música de Mozart. “Oh, Bibiana, mi Bibiana”. Y se crecía hasta sentirse capaz de todo con tal de ser el único.
Bibiana, además de bella, era creativa, sociable, dinámica e independiente. Respetaba la forma de pensar de los demás, a los que escuchaba con gran interés. Por ello era muy querida por sus amistades. Y, sobre todo, por él, que tan profundamente enamorado se mostraba.
Un día apareció turbada, inquieta, temerosa. Y, al mismo tiempo, complacida, llena de gracia entre todas las mujeres, feliz. No se atrevía a confesar los motivos de su estado de ánimo. Pero él lo supo desde el primer momento: sus temores se habían cumplido. Bibiana estaba embarazada. Era un 25 de marzo, día de la Encarnación. El niño-Dios nacería, como cada año, el 25 de diciembre. Pero él no estaba dispuesto a celebrar una nueva Navidad. Nunca más, una Navidad, aunque tuviese que renunciar a todas sus creencias y llevar a Bibiana a una clínica pública o privada.
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