miércoles, 26 de enero de 2022

087 Microcuento LA COSECHADORA

 

La cosechadora

Antonio García Velasco

 

Preparando para el momento de la siega, Balderico limpiaba y afilaba la guadaña como si de un cuchillo jamonero se tratara.

—Yo prefiero la hoz —dijo Agripino.

—Más cómodo me resulta guadañar que segar con la hoz.

—Pues yo, amigos, prefiero la cosechadora —se interpuso Valerio.

—Te crees muy listo, ¿verdad? Pues claro que preferimos la cosechadora, cuanto más moderna, mejor. ¿A quién amarga un dulce? Pero ¿has visto tú que podamos meter una cosechadora en nuestras limitadas parcelas? Eso se queda para los latifundios, amigo, para las grandes praderas, para los inmensos campos...

Valerio no quiso oír más y salió del recinto. Tenía un propósito muy claro.

A las dos semanas se presentó a Balderico y a Agripino con una pequeña máquina que segaba, trillaba y separaba el grano de la paja. Con aquél llenaba los sacos y ésta era empaquetada en fardos.

—Adecuada para nuestras parcelas —dijo Valerio.

Se miraron los tres y se echaron a reír: "Pues claro que preferimos la cosechadora".




viernes, 14 de enero de 2022

086 Microcuento EL VISCO DEL BIZCO

 

El visco del bizco

Antonio García Velasco

 

El bizco Bieito, para cazar pajarillos, zampuzó el viscoso visco entre las ramas. No advirtió la cavidad del tronco del árbol y, al bajar, le mordió la serpiente que allí tenía su habitáculo.

Bufaba camino del pueblo en busca del médico que pusiera remedio al veneno inoculado. Cayó desmayado a la altura de la primera casa, afortunadamente habitada por Marichu, la guapa y apuesta bruja, que, al verlo, se percató de lo ocurrido y le puso remedio con un antídoto que ella misma había creado.

Tres días permaneció el hombre cuidado por aquella extraña mujer de dudosa fama entre ciertas gentes del pueblo, donde se rumoreaba que tenía amores secretos y apasionados con Alfredo Rubio, el veterinario. No obstante, acudían a ella en los casos sin soluciones médicas oficiales.

Reflexionando sobre lo bien cuidado que había estado por aquella mujer y observando que era hacendosa, atractiva y hermosa, más por interés que enamorado, dijo:

—Marichu, quiero que te cases conmigo.

—Lo siento, amigo, soy mayor que tú y no me gustan los hombres que miran torcidamente.

—La gente va a murmurar por los tres días que he permanecido en tu casa.

—Debes saber bien que lo que diga la gente se desvanece antes de llegar a mis oídos y, si llega, me resbala. Por una entra, por otra sale. Anda, vete, que ya estás curado.

El bizco Bieito, más despechado que agradecido, pregonó por todas partes que había pasado tres noches durmiendo en casa de Marichu. Algunos ni lo creyeron.




 

 

 

jueves, 6 de enero de 2022

085 Microcuento EL ORIGEN DE LAS SECUOYAS

 El origen de las secuoyas

Antonio García Velasco

 

El viejo dinosaurio cuidaba con esmero las plantas de su jardín. Sus árboles desarrollaban troncos voluminosos de ocho metros y alturas superiores a los cien. Aquel jardín suntuoso y boscoso era motivo de admiración radiosa y de soterradas envidias.

Ciertas criaturas indeseables trataron de arrancar algunos de aquellos árboles para trasplantarlos en sus terrenos. Dejaron hoyos inmensos y del mismo tamaño los excavaron, pero, al sembrarlos en la nueva ubicación, se volvieron mustios y carentes de impulsos vitales.

Trataron otros de que el viejo dinosaurio les vendiese parte de sus plantas o sus semillas. Pero él contestaba siempre que no tenía en venta su jardín.


Otros persuadieron al viejo dinosaurio con halagos y argumentos adecuados para que les transmitiera sus conocimientos.

—No puedes morirte sin enseñarnos a cultivar esas plantas —le dijeron.

El viejo comprendió que no viviría tanto como pronosticaba para sus gigantescos árboles. Optó por enseñar sus secretos a quienes decidieran ser sus discípulos.

Las enseñanzas del maestro dieron su fruto, pero, inesperadamente, se escuchó una terrible explosión en todo el planeta. Una densa niebla asfixiante y opresiva ahogó a los seres vivos de más volumen.

Posteriormente, otros seres poblaron la Tierra y los humanos, muchos años después, llamaron secuoyas a aquellos árboles gigantescos que perduraron y se conservaron hasta nuestros días.