El rescate
Antonio García Velasco
Sin duda
alguna lo salvó el cayo. Lo arrastraba el río y pudo librarse de la corriente
al alcanzar aquella isleta baja y arenosa. Mas era grande la crecida y corría
el peligro de que la pequeña superficie quedara desbordada por la corriente.
Su
inquietud aumentaba en la medida del agua del cauce. Se sentía exhausto, empapado,
con el frío helándole hasta la médula de los huesos, sin fuerzas para nadar de
nuevo y arribar a la orilla más próxima. La superficie de la islilla se
achicaba. Un milagro, apenas, pudiera salvarlo.
Pensaba
arrepentido en el bofetón que había propinado a su pareja cuando ésta le dijo
que no servía ni para besar el suelo que ella pisaba. Había mantenido una
fuerte discusión con la mujer que terminó con el violento golpe que la tumbó en
el suelo y su salida de casa dando un tremendo portazo. Se le avivó la imagen
de ella, vestida con refajo y ridiculez, vociferándole como si disfrutara
humillándolo. Nunca había sido su intención ser protagonista de un episodio de
violencia machista. Incluso había participado en manifestaciones ciudadanas
reclamando solución al grave problema que supone la violencia de género. Por la
orilla del río caminaba maldiciente y pesaroso, cuando lo sorprendió la tromba
de agua y fue arrastrado a la vertiente. Se defendió como pudo de la fuerza de
las aguas hasta que llegó, más empujado que voluntariamente, al cayo salvador.
El agua
crecía como su sofoco. A punto estaba la desaparición visual de la isleta. El
agua comenzó a cubrirle los tobillos. Gritó una vez más pidiendo auxilio, a
sabiendas de la inutilidad de sus voces. No le quedaba mente para el análisis
racional de la situación. Sus ropas mojadas, el frío que calaba sus entrañas… El
agua seguía creciendo. Sus gritos desesperados le desgarraban la garganta. Elevó
los ojos al cielo pidiendo perdón y clemencia. No volvería a levantar la mano a
una mujer, por más que ésta lo insultara, lo ninguneara, le minase su
autoestima con comentarios hirientes. A lo mejor ella lo había denunciado.
Acaso la policía lo estaría buscando para llevarlo al calabozo. Un amigo suyo
fue denunciado por su esposa acusándolo de haberle propinado una bofetada y
durmió una noche en la cárcel. La riada cubría las arenas del cayo y amenazaba
con arrastrarlo. El agua le llegaba a las rodillas. Hacía ímprobos esfuerzos
por mantener el equilibrio.
-¡No
puedo más, Dios mío!
El
milagro se produjo en forma de helicóptero de la guardia civil que irrumpió en
el aire y le arrojaba una escala salvadora. Subió con ayuda de un agente.
-Dormiré
en el calabozo, ¿no es cierto? -dijo en cuanto se vio salvado- Ella me ha
denunciado, ¿verdad?
Los
agentes pensaron que deliraba a consecuencia de la hipotermia y del sufrimiento
traumático por el peligro del que lo habían librado. Trataron de sosegarlo
mientras volaban hacia el hospital clínico, donde esperaba la camilla de los
auxilios inmediatos.
-Me ha denunciado, ¿verdad? ¿Tengo que
dormir en el calabozo?
-Esta noche dormirá en el hospital. Y
deje de pensar en tonterías.
-No son tonterías. Ella me habrá
denunciado.
Le
proporcionaron un tranquilizante que le hizo relajar la tensión y dormir.
Al abrir
los ojos a la mañana siguiente, se encontró con Adela, su esposa. Quedó
sobrecogido, asombrado, inerme.
-Prometo
que no volveré a hacer comentarios que te coman la moral -dijo ella-. Espero
que me perdones.
Él la atrajo a sus brazos y comenzó a
llorar.